Autor: Sebastián Pedrozo - Uruguayo
Sinopsis: Si te gusta el terror y el suspenso, este es el libro que tanto buscabas.
En él encontraras criaturas de la noche que surgen del fondo de la tierra, lobisones que esconden grandes secretos, personas que no saben que han muerto, animales fuera de control... y mucho más.
¿Estás preparado para el miedo? Entonces, sigue a los personajes de Terror en el campamento y averígualo. Pero ten cuidado, ahora el terror está en tus manos. No podrás parar de leer estas historias macabras, cerca de tu casa, y te las podría haber contado un amigo, un compañero de clase o cualquier vecino.
Este libro ya no podrá cerrarse...
Opinion: Es un libro de género de terror y suspenso, nos relata 5 historias terroríficas que te dejaran los pelos de punta de principio a fin. Este es uno de mis libros favoritos de terror, esta muy bueno; y pienso que todos deberían darle una oportunidad, a aquellos que tanto les gusta este tipo de historias.
Una de las historias: Terror en el edificio
Cuando sientas que no estás solo, pero no
puedes ver de dónde llegan las miradas que
se posan en ti, nunca gires muy rápido,
dale tiempo al visitante para desaparecer,
para volver a donde pertenece.
TONY VEDDER
Cuando subía al ascensor y sentía la mano sobre mi
hombro, quería gritar. Gritar bien fuerte, hasta que las
paredes temblaran...
El edificio era alto y poco elegante. Una gran caja de zapatos vertical, gris y de ventanas cuadradas. Todas idénticas. En el barrio se lo llamaba, irónicamente, "los nichos". El mejor nombre para un lugar con una historia como la de aquel. Nunca más apropiado un mote así.
Los primeros cinco pisos inferiores (la mitad de la contrucción) estaban vacíos. Varios años atrás había sucedido un devastador incendio. Nadie podía olvidar el episodio que termino en catástrofe. Una tragedia. Lo sucedido había salido en las noticias, todos los diarios lo mostraron en sus portadas durante días y días.
A pesar de que los bomberos habían llegado rápidamente, nada pudo detener el fuego. Su intervención, aunque arriesgada y valiente, resultó tardía. Por otra parte, los habitantes del inmueble cometieron una serie de errores que terminaron siendo fatales.
Algunos aseguran que los gritos de las víctimas todavía se pueden escuchar por las noches, cuando la cuidad está callada.
Sin embargo, estos cinco pisos se mantuvieron en pie y, aunque con muestras evidentes de haber sido muy castigados por las llamas, luego de una pesquisa técnica se estuvo en condiciones de afirmar que no suponían un riesgo para la estabilidad del inmueble como un todo.
Si bien los cinco pisos siniestrados eran aún habitables y podían ser recuperados con bastantes arreglos y pintura, los empleados de la inmobiliaria que administraba los apartamentos ya habían perdido las esperanzas de ocupar el funesto tramo del edificio. Era común ver a parejas de recién casados que, al reconocer el famoso lugar, retrocedían en el acto.
"Eh..., no gracias, vamos a seguir viendo. Cualquier cosa llamamos...", era la muletilla a la que recurrían para justificar que ni siquiera estuvieran interesados en que les mostraran alguno de los apartamentos vacíos.
Pero claro, lo que ocurría era que enseguida identificaban el desgraciado edificio. Allí había pasado algo terrible y no podían soportar imaginarse cómo podría ser comenzar una vida en común en semejante entorno. Y se iban sin mirar atrás. Con prisa, acongojados y en silencio.
Cualquiera hubiese hecho lo mismo. ¿Quién quiere vivir en un lugar así?
Pero a mi madrina Luján no le molestaba demasiado tener su vivienda en "los nichos". Era propietaria de un apartamento de dos ambientes en el último piso, junto al de unos vecinos bastante tranquilos.
Desde su balcón se podía ver el cerro de Montevideo y las torres más altas del centro de la cuidad. En cuanto a mí respecta, aquel era el único lugar del apartamento donde se sentía cómoda.
Cada domingo yo le llevaba unos catálogos de cosméticos que mi madre vendía. Compraba muchas, pero muchas cremas. Además, probaba todo tipo de maquillaje. Siempre estaba acicalada, con base de polvos y todo eso. Pero le quedaba bien. Hay mujeres realmente coquetas, Luján era una de ellas.
Mi madrina anotaba lo que quería del catálogo y, luego de merendar, yo me volvía a casa. Pero eso no siempre se daba estrictamente así. La rutina variaba. Por suerte, Luján tenía una especia de pasión secreta (menos para mí). Le gustaba confeccionar ropa, sobre todo diseñar remeras que luego ella misma usaba. Hubo días en que me la pasé probándome unos conjuntos muy lindos y varias camisetas súper modernas. Mi favorita era una que tenía la cara estampada de la cantante Pink sobre, obviamente, un fondo rosado.
Algo curioso era que todas las remeras siempre tenían manga larga. Incluso ella las usaba así, y todo hacía suponer que era el modelo que más le gustaba. Nunca la vi con una musculosa u otra prenda que mostrara un poco sus brazos. Tendría vergüenza, yo qué sé. No me animé a preguntarle acerca de eso, no quería parecer una metida. "Es cuestión de gustos", decía mi madre cuando le contaba.
A pesar de que Luján era una persona que no salía mucho (nunca la había visto fuera de su casa), se las arreglaba para estar a la moda. sabía lo que se usaba. Tenía una biblioteca llena de revistas europeas y norteamericanas. Yo llegaba a disfrutar mucho de su compañia. Pero, claro, no todo era diversión: nada es tan simple.
Existía un problema bastante importante: recorrer el tramo que iba desde la planta baja hasta el piso diez era toda una aventura.
Una siniestra aventura.
La primera vez que pasó lo del ascensor hacía un calor insoportable. Llegué, como siempre, a eso de las dos de la tarde. Mi madrina me había recomendado que no dejara de tomar el ascensor, ya que las escaleras resultaban eternas. Y yo le hacía caso. No es que sea una chica medio comodona, pero aquel día en especial, con tanta calor, no estaba para hacerme la deportista y remontar cuesta arriba la escalera.
Entré al ascensor y apreté el botón. Estaba sola.
Cuando iba por el piso tres, algo pasó. Primero, un sacudón, luego se apagó la luz y se iluminaron los botones en el tablero que estaba al lado de la puerta; las luces que correspondían a cada piso comenzaron a parpadear hasta que la iluminación en el interior de la màquina se fue del todo. Tragué saliva. Tratè de no perder el control. Nunca le había temido a los lugares cerrados y oscuros, pero aquello fue tan repentino que me tomó desprevenida.
Después, los discos con los números de pisos pintados en el centro se fueron encendiendo alternativamente. Era muy extraño. Me encontré en medio de una especie de videojuego descompuesto.
Apreté el botón de seguridad. No hubo respuesta. El edificio tenía un encargado: el señor Zapata, un hombre que siempre estaba haciendo algo: barría, pintaba, remachaba, cambiaba cosas de sitio, caminaba de aquí para allá sin parar.
Esperé unos instantes. Nada. Silencio. Por suerte, al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos, una luz rojiza iluminó todo el recinto desde un panel en el techo.
"Iluminación de emergencia", pensé.
Comencé a golpear la puerta con todas mis fuerzas.
-¡Señor Zapata, señor Zapata, el ascensor!-grité.
Mi llamado no surtió efecto. Un par de minutos más tarde todo seguía como antes. Traté de pensar cómo podría abrir la puerta. Aunque estó podía ser muy peligroso, por supuesto. Quizá el artefacto estuviese atascado entre dos pisos. Corría peligro de caer al vacío.
Cuando me estiré hacia delante para tocar el botón previsto para emergencias, sentí que una mano se posaba sobre mi hombro.
Fueron apenas unos instantes, pero allí estaba la presencia detrás de mí, como una mirada clavada en la nuca. Sin embargo, no había nada más que aquellos cinco dedos tocándome. Era como si alguien dijese: "Quieta, yo estoy aquí".
Después de otro lapso que me pareció interminable, desde el otro lado, se oyó un golpe en la puerta, seguido del vozarrón del encargado.
-Hola, hola...
-¿Zapata? Soy la ahijada de Luján.
-¿Estás bien?
-Sí, todo bien -contesté. Mi voz temblaba un poco. Pero en aquella situación no podía sonar fuera de lugar, después de todo me encontraba encerrada en un ascensor sola, y eso puede inquietar a cualquiera.
-Apretá el botón de planta baja y luego el del piso tres -ordenó Zapata.
Hice lo que me indicó y, luego de otro sacudón, el ascensor se movió. La puerta se abrió en el piso tres. Exactamente donde se había detenido.
Frente de mí apareció el señor Zapata. Sostenía unas herramientras grasientas. Estaba pálido y en sus mejillas se podían ver unas tenues manchas verdosas. Parecía enfermo.
-Ah..., hola, ¿qué paso? -dije al poner un pie en el pasillo.
-Nada grave. El sistema es viejo y, después del incendio..., dos por tres se tranca. A veces la información de los pisos se mezcla y el mecanismo no sabe cómo responder. Por eso queda trabado, y hay que hacer este procedimiento -Zapata hizo una pausa-. Bué, ya está. Ahora subís, ¿no?
-¿No quiere que use la escalera? En una de esas este aparato se tranca de nuevo... -sugerí, desconfiada.
Zapata miró hacia ambos lados. Se rascó la barbilla. Dudaba. Su cara se pobló de diminutas gotas de sudor. Una vena apareció en su frente como una manguera obstruida.
-No. Seguí, seguí en el ascensor. Todavía está muy arriba el apartamento de la señora Luján.
-Pero, ¿seguro que no hay problema?
-No. El sistema ya está bien, tranquila.
Cuando entré nuevamente al ascensor y las puertas se cerraron, comprendí que, por un momento, había estado donde nunca antes, en un lugar desconocido para mí: uno de los cinco pisos en los que había sucedido el nefasto incendio.
Ese fue el primer encuentro.
Al domingo siguiente volví a sentir la mano en el hombro.
Con la salvedad de que aquella vez no apareció Zapata para romper el maleficio y salvarme de la maldita sensación. La mano permaneció inmóvil, fría, su vida sobre mi hombro. Ahogué un grito. Debido al miedo, estuve a punto de perder el conocimiento. No obstante, me mantuve firme. Resistí, como pude, pero lo hice.
Esta vez la luz de emergencia se apagó y el ascensor siguió su marcha hacia el piso diez. Alguien había accionado un botón desde algún piso más arriba.
Al retomar la marcha, volví a estar sola en el ascensor. Cuando llegué a la casa de mi madrina todavía me sudaban las manos. Me las sequé con el pantalón.
-Hola, mi amor -me recibió Luján-. Estás pálida, ¿te sentís bien?
-Súper -mentí.
Y la emprendimos con la rutina de la merienda y las cremas anti-age.
En el tercer encuentro las cosas se complicaron.
Sin embargo, puedo decir que esta tercera vez intenté evitarme un disgusto más. Después de los dos últimos sustos, había decidido que la vez siguiente ultilizaría la escalera. Pero, llegada la ocasión, cuando enfilaba hacia allí, me encontré con Zapata, que estaba barriendo al pie del primer escalón.
-Hola, mija, ¿cómo te va?
-Bien.
-¿Hoy subís por acá? -me preguntó señalando con la escoba en dirección a la escalera.
-Creo que sí. Hay que hacer ejercicio -argumenté.
-Pah, justo hoy yo te voy a tener que pedir que me hagas una gauchada...
-Dígame -no imaginaba de qué forma podía ayudar al encargado.
-Vas a tener que subir por el ascensor. Estoy pintando las escaleras entre el segundo y tercer piso. Hay que esperar a que se seque la pintura.
-¡No me diga, justo hoy, qué mala suerte! -refunfuñé.
-Perdón, mija.
Había sido un poco grosera con el encargado. Él no tenía la culpa. En realidad, nadie la tenía. Había que subir, no quedaba otra. Por eso respondí:
-No, todo bien. Bueno, entonces subo.
Otra vez el nerviosismo. La tensión de saber que el ascensor se iba a detener en el tercer piso, que iba a estar la mano allí, presionando sobre mi hombre, expectante.
Y luego, el sacudón, la luz roja que se enciende, la extraña sencación de que un par de ojos se clavan en tu nuca. ¿Por qué no me acurrucaban contra la pared? Lo pensé, pero me fue imposible moverme de mi sitio. Me había petrificado en medio del ascensor.
Y la mano.
Esa mano sobre mi hombro.
Encontres lo escuché. Un susurro detrás de mí. Unas palabras entrecortadas, poco claras, pero profundas. No me podía mover, mi curiosidad me pedía que girara, que averiguara de quién era la mano que me había estado atormentando cada domingo.
Intenté convencerme de que todo era producto de mi imaginación.
Cuando escuché la voz de nuevo, no pude engañarme más. No había duda de que las cosas estaban sucediendome realmente.
-No salgas, esperá, el fuego no puede entrar acá. Los bomberos nos van a salvar. Los demás no lo saben, pero este es el lugar más seguro que hay.
La voz, ahora más clara que nunca, confirmó que allí había alguien.
Cuando terminó de hablar, me dio un par de golpecitos cariñosos sobre el hombro y retiró la mano. No pude resistirlo y, por un momento, mis ojos se cerraron en una forma extraña, mis párpador pesaban una tonelada cada uno. Traté de hacer un esfuerzo para ver quién hablaba detrás de mí.
Pero cuando giré no vi a nadie.
¿Cómo era esto posible? ¡Alguien había hablado fuerte y claro! Me sentía muy mal, no quise estar ni un segundo más allí dentro.
Por eso me paré frente a la puerta y traté de abrir las dos hojas forzándolas desde la unión en el centro. Sorprendentemente (esto pudo haber sido producto del miedo), las hojas comenzaron a separarse con relativa facilidad.
-¡No... no abras las puertas! -dijo la voz-. El fuego no puede entrar acá.
Mi resistencia tenía un límite. Comencé a llorar.
-Déjeme, déjeme...
¿Qué estaba pasando? ¿Quién era el que hablaba?
Se trataba de un adulto, quizá un anciano..., no podría asegurarlo. Los nervios me impedían retener aquellos detalles. Lo que más me importaba era saber cómo era el rostro, cuál era la expresión de sus ojos. Ese tipo de cosas.
Pero no lo podía ver, no podía.
-¡Callate! -estallé.
La voz continuó pidiéndome que no abriera la puerta. A pesar de eso, no le hice caso. Seguí con la "misión retirada": dado que las hojas habían quedado bastante separadas una de la otra, podía pasar un brazo por allí. Noté que el ascensor se había detenido entre dos pisos, quizá el segundo y el tercero.
Me esforcé un poco más y lo logré. Había abierto una rendija que me permitía salir. Lo mejor iba a ser trepar hacia el nivel superior. De ese modo estaría apoyada sobre la parte superior del ascensor y me sujetaría del piso del palier; si optaba por ir hacia abajo podía caer y lastimarme. A esa altura, no se me cruzaba por la cabeza la posibilidad de llamar a Zapata; quizá porque algo en mí había decidido que debía salir por mis propios medios.
Además, ¿quién iba a creer lo que estaba pasando?
Cuando tomaba impulso escuché la voz.
-Nooo...
Nada ni nadie iba a detenerme.
Llevaba una mochila con algunos cosméticos para mi madrina, por eso la coloqué sobre el suelo del palier y trepé hasta el piso superior. Esto no fue muy difícil, porque el ascensor se había detenido justamente equidistante entre lo que yo suponía eran el segundo y el tercero, dividiendo el espacio de la puerta en dos mitades.
Cuando subí todo fue más facíl. Pronto me encontré de pie en el pasillo. La voz desde el interior del ascensor ya no se escuchaba.
Me coloqué la mochila a la espalda y avancé. El lugar estaba en perfectas condiciones: el piso brillaba, la pintura de las paredes estaba impecable. No lucía para nada abandonado. Seguramente el señor Zapata se había ocupado del mantenimiento después del incendio.
Unas débiles lámparas, que colgaban desde el centro del techo, eran la única fuente de luz.
Como ya conocía el edificio, sabía lo que tenía que hacer: caminar hacia el final del pasillo para llegar hasta la escalera que me sacaría de allí.
Estaba a un par de metros de mi destino cuando escuché un grito. Un alarido estremecedor. Me llevé un susto de los mil demonios, casi me estalla el pecho del susto. Me quedé quieta, esperando que la voz no volviera a aparecer.
Mala suerte.
Otra vez un grito. Mucho más fuerte, desgarrador, tenebroso.
-Nooo... el fuego.
Miré hacia el ascensor. Me pregunté si el grito vendría de allí.
Mis ojos se clavaron en el hueco oscuro por donde había salido yo. Primero apareció una mano. Pero no una cualquiera. La piel estaba completamente quemada, y no se trataba de quemaduras antiguas. Se podían ver los huesos de los dedos rodeados de grasa amarilla y sangre negra, hervida.
¿Nunca han sentido tanto rechazo hacia una cosa que les resulta imposible dejar de mirarla?
Esto fue lo que sentí al ver lo que salió del interior del ascensor: un hombre con el cuerpo quemado. Sus ropas estaban en las mismas condiciones: negras, comidas por las llamas. No tenía ni un solo cabello en la cabeza. Pedazos de piel le colgaban de los brazos y el cuello. Caminaba hacia mí, torpemente, estirando las manos hacia delante, como un zombie aturdido.
-No, no salgas, yo te voy a cuidar -balbuceaba.
"Esto no me está pasando, no me está pasando", me repetía, e intentaba tranquilizarme.
Imposible. Trataba de meter aire a mis pulmones, pero me daba la impresión de que el aire que tomaba no alcanzaba para oxigenarme.
Giré para escapar de una buena vez de allí. Pero alguien se cruzó en mi camino. Había otra persona: una mujer me agarró por los brazos. Aparentaba ser bastante joven, aunque por el estado en que se encontraba no podía asegurarlo. Ella también tenía quemaduras en todo el cuerpo.
Y olía a quemado.
La miré. Sus ojos no tenían pestañas, sus labios eran pequeñas muecas achicharradas. Cuando traté de esperar, me apretó fuertemente. Luego, sujetándome por los hombros, me habló.
-El señor tiene razon. Quedate con nosotros. Acá vas a estar bien. Tranquila, el fuego no va a llegar.
Traté de zafar. Ella era increíblemente fuerte, demasiado para alguien de su tamaño.
En eso, las puertas de los apartamentos comenzaron a abrirse una tras otra. Y fueron saliendo varios sujetos. Todos tenían el mismo aspecto que los anteriores.
Quemados.
Mientras deambulaban por el lugar, hablaban, parecían muy preocupados. Sus desplazamientos eran extraños: a veces tropezaban entre sí, chocaban contra las paredes y rebotaban. Pero eso parecía no extrañarles, solo volvían una y otra vez sobre lo mismo: cuál era la mejor decición a tomar.
-Hay que esperar... -dijo uno-. Los bomberos van a llegar.
-Si, eso, tenemos que quedarnos acá -insistía otro.
Los sujetos dialogaban, con naturalidad. ¡Pero su aspecto, por favor! Estaban, estaban...
Algunos de ellos se acercaron hasta las escaleras y miraron hacia arriba y abajo tapándose la boca y nariz con pañuelos amarillentos. Cuando observaban, apretaban los ojos, como si frente a ellos estuviese el fuego devorando todo a su paso.
No había nada. Yo no veía fuego o humo por ninguna parte: ellos creían que el incendio sucedía en ese mismo momento.
Traté de soltarme, una vez más. No pude. La mujer hizo lo imposible por llevarme (en realidad me arrastraba) hasta la puerta de su apartamento. Mientras lo hacía, me susurraba al oído:
-Vamos a entrar. Ahí estaremos lejos de las llamas.
"Un poco tarde para usted señora", pensé.
Sentía que me iba a desmayar en cualquier momento. Si miraba al pasillo la escena era espeluznante. Toda esa gente caminando, con sus rostros desfigurados, sin pelo, con la ropa chamuscada. Era... era insoportable. La única opción consistía en cerrar los ojos o mirar el techo.
Pero la mujer estaba tan cerca... Me apretaba junto a ella. Era inevitable, tenía que mirarla, oler su ropa y su cuerpo carbonizado.
Vi sus orejas quemadas, como un plástico derretido, y un olor a carne asada me revolvió el estómago.
Cuando llegamos a la puerta de su casa miré hacia dentro: todo el lugar estaba en ruinas. Muebles apilados se encontraban completamente achicharrados. La alfombra tenía manchas negras. Las ventanas estaban tapiadas por dentro.
-No quiero entrar, déjeme -me resistía en vano.
-Haceme caso -decía la mujer.
-¡No hay ningún incendio! -grité.
-Sí, sí lo hay. Pero nos van a sacar de acá, te lo prometo -me susurró la mujer,
Me dio mucha tristeza ver en sus ojos el reflejo de esa confianza en una salvación que, en realidad, nunca le llegó.
Probé a soltarme. Un intento más. No podía hacer nada contra su fuerza.
Sucedió algo que me acercó una posible solución. Si es que aquel embrollo tenía alguna.
El ascensor se movió hacia abajo y desapareció en el vientre del edificio. Un gran ruido de metales que se movían se apoderó del corredor. Alguien estaba manipulando los botones desde alguna parte. Uno de los quemados se acercó.
-¡El fuego! -gritó-. ¡El fuego está subiendo!
Ningún fuego subía. Simplemente habían accionado el ascensor. Pero ellos no lo sabían, o no querían saberlo.
La mujer que me abrazaba me soltó y se llevó las manos a la cara.
-¿Qué vamos a hacer? -sollozó.
Por un momento sus ojos se escondieron detrás de las manos llagadas. Comenzó a llorar desconsoladamente. Aproveché y me escapé. Sin pensarlo demasiado, corrí a toda velocidad hacia la escalera.
-Nooo... -bramó con desesperación la mujer al ver mi retirada-. ¡Hay que detenerla!
Bajé dando saltos. Llegué al primer descanso y vi que estaba en el piso tres. Entendí, entonces, que los sujetos permanecían congregados en el pasillo y el palier del piso cuatro.
Cuando llegué al siguiente descanso, me doblé el tobillo y caí dándome tremendo golpe contra la pared.
El dolor era tan intenso que las lágrimas me brotaron como una catarata. Intenté erguirme, sin éxito. Pasos veloces se acercaban desde los pisos superiores.
-¡Vamos, vamos! -se animaban entre sí.
Me estaban siguiendo, lo podía escuchar con claridad.
Miré hacia los escalones superiores. Aparecieron unas piernas con pantalones destrozados por el fuego. Estaban allí. Querían llevarme dentro del apartamento de la mujer. Me arrastré hacia el escalón que daba al siguiente piso.
Uno de los hombres quemados se detuvo en medio de la escalera. Nos separaban apenas unos metros. El descanso no era muy extenso.
Vi su rostro seco por el fuego. Era mi fin.
-No, no -pedí-. Váyase.
El hombre se detuvo. ¿Acaso mis palabras habían surtido efecto?
Retrocedió sin dejar de mirarme.
Desapareció tan rápido como había llegado.
Cuando giré para aferrarme a la baranda de la escalera, vi algo. A mi lado estaba Zapata, con su escoba. La sostenía como si se tratara de un arma. En su rostro se vislumbraba una seriedad fúnebre.
-Tranquila. Estás a salvo -señalo.
Él también había visto al sujeto quemado. Evidentemente, estaba al tanto de lo que pasaba en los pisos deshabitados.
-Sí, sí -dije yo, todavía desde el suelo. No estaba segura de qué debía hacer.
Zapata advirtió mi nerviosismo. Entonces dijo:
-¿Podés guardar un secreto?
-Sí, soy buena con eso.
Zapata, dejó su escoba apoyada sobre la pared. Se tomó su tiempo para empezar a hablar. Luego se inclinó a mi lado.
-Acá pasó algo terrible -comenzó-. Hubo gente que sufrió mucho. Imagino que habrás escuchado la historia. Tenés que prometerme que no vas a contar nada de lo que te voy a confesar.
-Prometido -dije con convicción.
Me acaricié el pie. Lo sentía hinchado. Un calor intenso se había apoderado de mi pierna hasta la altura de la rodilla.
-Te lastimaste...
-El tobillo, me lo doblé.
Entonces estiró su mano para ayudar a levantarme.
-Dejame que te ayude. En la planta baja tengo algunos medicamentos.
Los ventanales de la entrada daban paso a una hermosa luz. Me sentí mejor, a salvo de tanta locura.
-Hay que ponerle hielo -dijo el encargado-. Por ahora, vamos a aplicarte una crema que pare la inflamación. Voy a buscar el botiquín.
Zapato trajo una silla, la colocó frente a mí y me pidió que me sacara el zapato. El tobillo estaba inflamado como una sandía y me dolía cada vez más.
Metió su mano en el botiquín y extrajo un pote amarillo. Luego se recogió el borde de la manga de su camisa azul para aplicarme la crema, y lo vi.
Allí, en su brazo derecho, radicaba el secreto de Zapata, el encargado. Desde la muñeca hasta la mitad del antebrazo estaba completamente marcado por quemaduras que le habían deformado la piel en forma horrorosa.
Pero las heridas de Zapata eran antiguas. Estaban cerradas, lisas.
-Tranquila -comenzó-. Cómo habrás notado, los pisos de la escalera no estaban pintados, te mentí: no quería que utilizaras ese camino por motivos obvios. Hay días en que las cosas se complican en esa parte del edificio. Hoy es uno de esos días. El ascensor es más seguro; si no se tranca, claro. Mi intención era ayudarte, nada más. Yo soy un sobreviviente del incendio y sé lo que estabas pasando últimamente allí dentro; lo supe desde la primera vez que te abrí la puerta.
-¿Ese era el secreto que tenía que guardar?
-Uno de ellos. También te dije que mucha gente había sufrido en aquel accidente, ¿no?
-Eso creo -contesté, atónita.
-Bueno, la situación es mucho más compleja, todavía -sentenció el encargado.
-¿Por qué? -quise saber.
-Acá va el segundo secreto. Supongo que el que puede guardar uno puede con dos.
-Le dije que era buena para eso -le recordé.
Zapata terminó de aplicar la crema en mi dolorida articulación. Enseguida surtió efecto. Me sentía un poco mejor.
-Bien, pero antes tenés que seguir comportándote como hasta el día de hoy. Nada de lo que te diga debe afectar tu conducta cuando visites este edificio.
-No entiendo un pepino, pero se lo prometo.
Zapata guardó la crema en el botiquín, miró hacia todos lados, como esperando el momento indicado para hablar. Yo ya me estaba impacientando.
-¿Alguna vez te preguntaste por qué tu madrina nunca sale de su casa?
-Sí, no sé. Es cuestión de gustos, creo.
-Sí, no sé. Es cuestión de gustos, creo.
Zapata sacudió la cabeza.
-Tu madrina es igual que los del piso tres.
-Eh, no diga pavadas, Zapata. Si ella vivía en el último piso cuando pasó lo del incendio. El fuego no llegó hasta allá.
-Es verdad, no llegó, pero ella bajó a ayudar. Y..., bueno, quedó atrapada. Entonces...
-Pero ella no está quemada como los otros. Ella no está..., no está... muerta.
-Hay veces en que no todo se reduce a muerto o vivo. Hay otras cosas, puntos intermedios -Zapata hizo una pausa-. No cualquiera puede advertir estos matices de la realidad... Yo puedo verlos. Vos también.
-¿Muerto, vivo?... -murmuré.
-¿Nunca te preguntaste por qué Luján usa y diseña siempre remeras de manga larga y nunca te muestra los brazos? Si es una mujer tan coqueta, como todos lo sabemos en el edificio, ¿por qué esconde la piel? Yo hubiese sospechado por el hecho de que una mujer tan joven necesita tanta cantidad de cosméticos y cremas para cubrir su rostro.
-¿Cómo sabe que las remeras, los cosméticos...? -mi cabeza estaba completamente revuelta. La confusión era tan grande que no podía dominarme. ¿Mi madrina? Nadie sabía nada de eso, ¿cómo era posible?
Claro, un accidente nunca ocurre si nadie se entera de que sucedió, ¿no? Mi madre no sabía que ella hubiese sido alcanzada por el incendio.
-Entiendo que estés confundida.
-No sabe cuánto.
-Bueno, vos siempre fuiste muy buena con ella. Luján me lo confesó, se emociona por tu generosidad al venir a verla, a pesar de, bueno, ya sabés. Sos su motivo mayor de alegría.
-Sí...
Zapata parecía estar disfrutando al hacerme esa confesión, como si se quitara un peso insoportable de encima.
-Espero que estés más tranquila, porque quiero que me hagas un favor. Estoy un poco atareado y no puedo subir en este momento.
-¿Alguna vez volveré a estarlo?
-Ja, eso depende de vos.
-¿Qué es lo que tengo que hacer? -pregunté.
-Un momento -dijo Zapata y se alejó llevándose el botiquín. Entró a una pequeña habitación al lado de la escalera. Luego salió de allí con un sobre grande.
-¿Qué es eso? -quise saber.
-Este es el favor que me tenés que hacer. Como prometiste no cambiar por tu madrina, le vas a llevar este paquete. Llegó hoy. Ella lo espera con mucha ansiedad cada nueva temporada. Por lo general se lo entrego yo, pero hoy es un día muy especial.
-¿Y qué es?
Zapata sonrió y me pasó el paquete.
-¿No te lo imaginás?
-No sé, bueno, ¿dígame qué tiene adentro?
-Revistas. Las mejores revistas sobre diseño de ropa. Bueno, ¿ahora vas a subir a verla, verdad?
...
-Vico .
Genial historia aunque ya la habia leido en el libro igual que las de mas.
ResponderEliminarhola melissa tal vez tengas mas libros de tony vedder? seria genial te lo agradecería mucho te dejo mi fc : clinton quispe navarro gracias de antemano
Eliminaruna vez que emepezas no paras
ResponderEliminarlol gracias <3
Ezta bue me engancho ......
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